He visto la redondez de la luna: un círculo cerrado en torno a la fascinante luz. A su alrededor todo lo demás. No hay exclusiones, todo estaba ahí, pero hay algo que sólo le pertenece a la luz reflejada sobre su faz. Rodaba sobre los tejados la duda del tamiz, incluso esa interposición de la Tierra, el eclipse: luna oscurecida. He abierto las ventanas, pues, lógica conclusión.
Entran más dudas que certezas, la brisa, los cielos abandonados… tanta mirada interior.
Me elevo como una mueca del aire, como si me asomara a la almena de una gran muralla. El sitio, sitiado. Ya no sé si hay batallas, si acudirán las hordas de soldados con sus lanzas, si realmente puede sostenerse el instante sereno en ese arriesgado equilibrio. Observo a pesar de todo. Porque, además del denso paisaje, vislumbro la historia de ratos liberados y su carente importancia en el cajón de sastre de mi casa.
El estío embiste con su oleaje invasor, se acude al mar de pensamiento y omisión, sumergimos los pies y el desasosiego en agua fría. Mientras, la invención gira tratando de encontrar el cardinal exacto, como una veleta desvencijada y chirriante. Un asunto intrascendente, después de las horas de arduo trabajo, el ocio es eso, cuando está permitido. Que haya adquirido una magnitud desmesurada en el desierto de los días, es una cuestión personal e intransferible. Que produzca la sensación de un miembro amputado también es personal. El diván diría muchas cosas al respecto, pero no me interesa ninguna, los tiempos de diván han pasado y fueron más que suficientes. Sin ese artefacto en el que se recuestan los conflictos, comprendo.
Me concedo la opción de añorarla, de recordar su gestación y la razón de su principio, hasta convertirse en fantasía. Las ventanas cerradas, el polvo sobre los cristales, la dificultad de visión, la atmósfera espesa, contribuyeron a su crecimiento. Echó raíces y aumentó su tamaño, en proporción a mi disminución de estatura, precisamente con la ayuda de esos fertilizantes.
Vi la pila bautismal y el equívoco de las bendiciones, cuando ya no había altar frente al que arrodillarse y mis plegarias caían en el vacío de las noches. Era tarde para imaginar una historia distinta, las madrugadas habían barrido los borradores rotos y habían desaparecido las tijeras de cortar cadenas. Entre marionetas el destino podía ser fatal y fantasmagórico, sin ellas el aire hubiese sido más irrespirable, si cabe. El cautiverio, en la palabra, escapó de la segura locura.
Impedir que la locura fuera, el final de algo y el comienzo de algo aún no definido. Esa estéril importancia tuvo acunar palabras en el regazo de la soledad. Reflexionar ahora no es más que un acto de rebeldía de la imaginación, resistiéndose a persistir en la sequía más absoluta. Desnudar el pensamiento y confirmar que parte de tu sencilla comida reposa sobre la mesa de los dioses.
La cadena es el símbolo y al tiempo el significado. Ideas en cadena y encadenadas a la idea de ser o no ser, que diría el atormentado Hamlet buscando su fantasma en su castillo. Sirva o no sirva, sirve. Como hacer manchitas de colores sobre un atardecer que cambia de ropa y cuelga sus preocupaciones del pincel, colorterapia. Como doblar papelitos y hacer barquitos, anhelando el viaje de tu vida, que siempre será el siguiente.
Apostada en la muralla, contemplo mi propia extrañeza, la casa sin voces o mi sordera provisional, la esperanza de que el silencio finalice su secuencia y levante el telón de los ratos liberados.
Oigo pasos, nudillos que golpean, el ojo de la cerradura se ha movido… El amante camina solo junto a la cornisa de un edificio en construcción.
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