El encabezado de la carta, tiara sobre el cuerpo desnudo del papel. Un grito se desboca en la calle y trepa ágilmente. ¡Puta! La mano deja el bolígrafo. “No es a mí”, dice una línea más abajo. Iba a ser una carta con sentimiento limpio, un pacto unilateral y esperanzado. El despropósito: que en algún lugar del planeta, ese sentimiento prospere.
Pero “puta”, grito de la noche, aferra la tristeza. La real certeza, los amores que siempre fueron rotos, el quebrado sentir en la fractura y, amarga, la mano reflexiona. No piensa sólo en la locura, la descabellada palabra a lomos de las luces nocturnas mueve cada objeto y todo cruza sobre las frases nonatas. La mano se transforma en puño y detecta los golpes palabra abajo.
Los dedos que escriben saben, otro día retomarán las riendas y la intención seguirá su curso.
Esa noche, el eco prende su garra de contienda en la fachada, a una hora en que las ventanas descansan, tan sólo los oídos despiertos han escuchado el escarnio. Y también la desesperación de la voz desgarrada. La oscuridad interpreta el llanto arrinconado, el desencuentro, el filo, las heridas y las cicatrices eternas.
La mano, resueltamente apoyada en el regazo, extiende un abanico de frases que hieren la hoja inmaculada. Iban a amarse o eso deseaban. Amar no es fácil, no lo sabían, tal vez por eso están en el amor mutilado y renuncian al placer del íntegro. Supone, la escritura adormilada, la tragedia. Quizás no se creyeron cómo eran sino otros que nunca fueron ni serían y ahora se reclaman virtudes inexistentes.
Tal vez la noche les desnude de nuevo hasta descubrirse, en el cuerpo generoso del amor. También puede suceder que desnuden muchas pieles y nunca la suya verdadera.
El grito, el puñal, las lágrimas, resbalan hacia el abismo del papel en blanco, como si la ruptura, la puta ruptura, fuese definitiva.