Virtuales. Eran sólo ecos de realidad virtual. La cúpula transparentaba el lago, las copas de los árboles enredaban nidos repletos, los soles hacían cola entre las ramas, había brisa de abanicos en todos los bancos…
Un carruaje decidió convertirse en tarta de cumpleaños en lugar de hacerse calabaza como siempre. Aún así, dejaron a un ratón en el laberinto de cristal, sosteniéndole la mirada al abecedario y al empeño de observarlo junto a la mano que describe el día.
Entre renglones recostados sobre la hierba, esperaba la noche, sabiéndose carente de trinos. Los niños, pescadores del oleaje inverosímil, encendían farolillos de espuma desde las barcas. Una fiesta donde sólo se multiplicaban los peces y nadie soplaba las velas de las naves.
En el aire contenido, manos extendidas hacia la lluvia, alcanzando otras manos ardientes de estío, todas asomadas a las ventanas imaginarias. Coro de plegarias pidiendo la fantasía de ser otros veranos y otras lluvias. Allí, recogida la palabra, reciente cosecha sigilosa de los desvanes desconocidos.
El trazo rápido cae sobre los nervios a flor de tierra, la raíz mentirosa de cada sueño aferrada al suelo, desmintiendo el término y otorgándole, a pesar de ello, virtual fuerza. A solas, se deshoja, después, el aliento. Derrama otoño en el camino de regreso, la alegría de no olvidar los paraguas ni los parasoles, la magia de los instantes, que serán las llaves del tesoro de las noches.
De tierra seca, los zapatos hacia la salida. Antes, la ronda de espejismos en los surtidores de las fuentes, como si comentaran el silencio penitente del ángel.
A tientas, repasa el día sus milagros: repite la frase, dobla el papel nombrado, subraya el café cotidiano, encarcela miradas… Luego coloca todo en su sitio, apaga la luz y enciende un secreto.