Alerta amarilla. Fin de semana afiebrado. Los termómetros marcan el castigo de un sol sin piedad. Tal vez anda explosionando inquieto. La noche pasó como una hoguera inquisidora sobre los colchones. Nada que ver con noches fantásticas y ardientes.
Obligada vigilia bajo los grifos: fuentes sin discurso. Hilando, hilando, la rueca gira y si no te pinchas un dedo no te dormirás. El príncipe de los laberintos nocturnos ha robado tus muñecos y regresa con una infancia minimalista. Te propone una ronda y canta solo, en tanto le observas, ornamentado con su coronita y sus galones, y, sorpresa, no es azul, marino. ¿Será barba roja? Un soldadito cae a plomo, el calor lo desvanece como un cuento de las mil y una noches. Sabina contó quinientas y ya eran bastantes. A que vas a enterarte, a través de las lenguas viperinas, de que los sapos han aprendido a bailar flamenco. Es la fiebre. Ejercitas tus mandíbulas con el chicle del aire espeso, debes fortalecerla, los golpes de calor se aproximan. Y ya que no duermes, sueñas con los ojos abiertos de par en par a las sombras. Sacas los libros y pones a los barriguitas. Te sientas sobre el césped y alzas la regadera. La hierba está tan agradecida a esa lluvia impostora.
Noches atrás, en la cara oculta de los relojes, solías retomar la lectura del libro que reposaba en la mesilla. Dos o tres páginas sedantes, reconciliándote con el fresco embozo. Pero estas sedientas noches han tramado un plan perverso con el fuego y esas llamas obstaculizan la concentración y el descanso.
Inventas un amor colegial. Otro. Porque algo de aquello retiene la inocencia que le faltan a las horas invasoras. Bailas, envuelta en una sábana, en realidad es la sábana la que baila, tú no te has movido. Sigues en el banco, bajo la protección frondosa del árbol de la vida, detenida entre las zarpas de ese incendio, intentando atrapar una bocanada de aire fresco, como un pez en un acuario sucio.
Y si no te ahogas definitivamente en ese naufragio en el infierno, se lo contarás a alguien. Así.