jueves, 4 de agosto de 2011

SEGUIR SUBIENDO


Cada día una página de sobriedad. Lo digo sólo porque queda bien, todo el que piensa conoce la ardua labor agazapada detrás de la sobriedad. Subir un poco más. El avión de la noche dejó oír su sonido, la vista no pudo alcanzarle. Cortó el techado de nubes esqueléticas, apenas unas gotas que no dejaron rastro alguno y muchos destellos: esbozo de tormenta eléctrica que tampoco se sostuvo. Al llegar a Roma, la argentina siguió los movimientos y pasos del detective. Como ella, sólo llevaba equipaje de mano, no tuvieron que detenerse en la cinta y eso facilitó las cosas. El detective caminaba deprisa, la argentina taconeaba una milonga de pasitos apresurados y carreritas intermitentes. En esos momentos siempre se arrepentía de ponerse tacos altos. No bien salieron al hall, la decepción hizo mella en el esfuerzo de la argentina, dos chicos iguales gritaban papá y venían hacia ella, que iba detrás del detective. Antes de que se engancharan uno a cada brazo del detective, comprobó que los chicos no eran iguales sino muy parecidos. Más adelante, cuando el dolor en el dedo gordo de la argentina había aumentado considerablemente, el inglés besó a una señora muy morena, rellenita y atractiva, a la que los dos chicos muy parecidos llamaron mamá, dirigiéndose a ella en italiano. No subí a ver si Penélope había tejido algo, pero sospecho que el riego automático ha deshecho de nuevo su tejido. El avión de la tarde no pasó, no es un vuelo regular. Me senté en una plaza, un niño muy pequeño espantaba palomas y hablaba con el chupete en la boca. Me pareció que decía Dios, pero la madre lo tradujo y decía dos, se refería a las dos palomas que salieron volando. Me sorprendió que un niño tan pequeño supiera contar, tal vez sólo fue coincidencia. O la madre lo interpretaba a su manera, ya se sabe que la traducción no siempre es literal. Un coche negro, de cristales ahumados, recoge a la mujer argentina a la salida del aeropuerto. Un chico que está apoyado en la pared, fumando un cigarrillo, la observa mientras se introduce en el coche. El inglés de bigote que había sido detective en el vuelo Madrid-Roma, está mirando su reloj de pulsera, quizá sea detective. Volví a pensar en Penélope cuando granizó. Otro esbozo climatológico. Antes de pasear por las calles antiguas de la ciudad, entré en un bar. No quería tomar nada, vi que había bastante gente y supuse que podría pasar al servicio sin llamar la atención. Error. El camarero se asomó, colgando medio cuerpo fuera de la barra cuando estaba en el segundo peldaño de las escaleras que bajaban a los aseos. Señorita, si va al servicio tiene que llevar la llave. Ah, vale. Subí -subir un poco más-, me dio la llave y me preguntó que iba a tomar. ¡Ja, te pillé!, seguro que pensó. Pues sí, me pillaste, listo, pensé. No sabía qué tomar, miré los letreros que anunciaban las especialidades: caracoles. En mi vida comí caracoles. ¿Te importa que te lo diga cuando vuelva del servicio? Bajé, me iba preguntando a mí misma, cómo me las ingeniaba para caer siempre, con disimulo, en los bares que cierran la puerta del aseo de señoras, porque todavía no me encontré un bar en el que cierren también la del aseo de señores. Este pensamiento me fastidió tanto que decidí elaborar una estrategia con la que salir de allí sin tomar nada. Algunas de las mejores ideas salen de los servicios. En la puerta leí: María y Roque, love for ever. ¡Qué decisión y qué optimismo! Claro que con Roque a lo mejor es for ever. Pulsé el botón de la cisterna sin que se me ocurriera nada, salvo levantar la tapa y ver si el wáter tenía marca. Roca. María era una mentirosa.