Empieza la aventura. El avión se ha situado en la pista lentamente y de pronto los motores rugen con más fuerza. Mamá, dice un niño en los asientos de atrás, esto me empuja. Una carrera aumentando la velocidad, sensación de perder pie, el avión está elevándose. Todo flota, el paisaje también se vuelve etéreo. Mientras unos sienten pavor en el aire, otros disfrutan del alivio que supone tomar distancia del suelo, subir. Estoy cansada, me siento en un banco del jardín bajo los árboles, el palacio está arriba, desde aquí no se ve. Me descalzo y saco los sándwiches que compré. Está nublado y el calor pesa más, algo denso se ha posado sobre mis hombros. En el jardín pasean visitantes. Pasa un chico joven y mira mis pies descalzos. Una mujer con una mochila colgada a la espalda, camina despacio, observa todo, incluso eso que está tapado con plástico, y parece estar en reparación, bajo un rudimentario techado. A pesar del cansancio, pasear por la ciudad me devuelve a la vida. Recorro cuatro paredes en silencio, tal vez este pesado calor y el cielo encapotado, claustro y claustrofóbico. Aquella habitación amarga. Aquel olor a medicina. Aquel tiempo detenido. Antonio de la Mata, escribe el inglés en una pequeña libreta que luego guarda en su maletín. La esposa italiana anuncia que la cena está lista. ¿Era importante?, pregunta a su marido. Trabajo, sólo trabajo, contesta el esposo. La mujer argentina sale de la habitación 414, con su melena rubia mojada, como si la persiguieran, no ve a la elegante dama que camina sigilosamente por el pasillo. En la terraza del bar, sentados en una mesa detrás de la mía, un hombre y una mujer conversan. No les veo, no me fijé en ellos al llegar. Sólo les oigo. Un tono enérgico, el de él. Un tono vacilante, como agotado, el de ella. Tengo tantas cosas que hacer. Eso no importa, date tiempo. Por eso no te llamé la semana pasada. La casa es una trampa, si entras ya no puedes salir. Me doy la vuelta y les miro con disimulo. Él, pese a su voz joven, ronda los sesenta. Ella, pese a su tono avejentado, no tiene más de treinta. Acabo mi tónica sin hielo y sin limón, justo en el momento en que se acercan dos niños pequeños, uno llorando. Mamá, Pedro me tiró el helado. Si cierras los ojos cuando el avión va a tomar tierra, sentirás en el estómago los escalones, me decía Camilo en un viaje que hicimos juntos. ¿Escalones? Sí, como si diera saltitos hacia abajo. Cierra los ojos.