domingo, 7 de agosto de 2011

UN POCO MÁS ARRIBA


Baja un peldaño, sube dos, baja otra vez, sube tres. El niño mira, la niña mide su destreza, su equilibrio, en la escalera. Cada vez que baja o sube, se sienta y calcula el siguiente movimiento, repasando el que ya ha hecho. Cuando pasa suficiente tiempo sentada en uno de los peldaños de la escalera de la plaza, el niño se sienta a su lado. El niño saca su chupete de la boca y se lo ofrece, la niña lo toma en su mano y vuelve a ponérselo en la boca. El niño ríe. La niña baja un peldaño y mira al niño. El niño sube uno más, se sienta y palmea sobre el escalón indicándole a la niña que tome asiento a su lado. Nadie atendió al rumbo de los aviones y si no los ves pasar es como si los vuelos se hubiesen cancelado. Un pajarillo da saltitos con una miga de pan en el pico, lo sigue una paloma bastante gorda. El pajarillo la esquiva, parece un regate deportivo, la paloma, parsimoniosa, lo persigue insistente. El pajarillo acelera sus saltos, la miga cae al suelo y, en un ágil movimiento, la paloma le roba la miga. Siento que es una situación injusta, el impulso de correr hacia la paloma y espantarla. Por supuesto reprimo el impulso, aunque no puedo evitar la rabia. Pensando en los viajes, busqué en el trastero la única maleta que tengo. La humedad la ha estropeado. Tiene moho en el interior y un viejo billete de metro. El billete de metro corresponde al regreso de un viaje del que no logré memoria. ¿Cuándo fue la última vez que usé la maleta? En los viajes cortos, de unos días, llevo un pequeño bolso. Camino las viejas calles como si no las hubiese visto nunca. Algunos rincones conservan la perspectiva de un lugar más reducido, un aire estético de pueblo castellano. La habitación del hotel es la de siempre, tres números y un significado, tiene que ser ésa, es la que reserva cada vez que va a Roma. Lo piensa en el ascensor, descalza, con los zapatos anudados al bolso. Camina por el largo pasillo sobre la moqueta azul. Nunca contó las puertas, son muchas. No se cruza con ningún otro huésped, ni en el ascensor ni en el pasillo. Mete la tarjeta en la ranura y abre. Deja el bolso sobre una butaca y mira las flores sobre la mesa baja junto a la ventana. Siempre hay un ramo de flores en esa habitación, y una tarjeta. Huele las flores y extrae la tarjeta del sobre. Se deja caer sobre la otra butaca, sosteniendo la tarjeta y el sobre. Pasan unos minutos en los que el cuidado y discreto maquillaje de la mujer se desmorona. Se levanta, coge el ramo de flores y lo inserta boca abajo en la papelera. El billete de metro era del año 2006, no se veía la fecha completa, la humedad, supongo, la borró. Lo recordaré, no hice tantos viajes en ese año. La juguetería, en donde me detengo cada vez que paso y donde cada vez descubro algo nuevo que llama mi atención entre las miniaturas de su escaparate, está a sólo unos metros del café en el que tomaba un exquisito capuchino con Camilo. El capuchino que tomaba yo y el americano que tomaba Camilo, los preparaba Sebas. Pero Sebas consiguió un contrato mejor en otro lugar y se marchó. Lo sustituyó otro chico, muy profesional, muy serio, muy limpio, muy joven. Pocos días después de ese asentamiento profesional, Camilo y yo nos dimos cuenta entre frase y frase, que nuestros cafés tenían un sabor extraño, como si estuviesen servidos en tazas de aluminio, dijo Camilo. Y dejamos de ir. Antes de pararme a ver el escaparate de la juguetería y de caminar sin rumbo por las calles antiguas de la ciudad, entré en un bar. No quería tomar nada, vi que había bastante gente y supuse que podría pasar al servicio sin llamar la atención. Error. El camarero se asomó, colgando medio cuerpo fuera de la barra cuando estaba en el segundo peldaño de las escaleras que bajaban a los aseos. Señorita, si va al servicio tiene que llevar la llave. Ah, vale. Subí -subir un poco más-, me dio la llave y me preguntó que iba a tomar. ¡Ja, te pillé!, seguro que pensó. Pues sí, me pillaste, listo, pensé. No sabía qué tomar, miré los letreros que anunciaban las especialidades: caracoles. En mi vida comí caracoles. ¿Te importa que te lo diga cuando vuelva del servicio? Bajé, me iba preguntando a mí misma, cómo me las ingeniaba para caer siempre, con disimulo, en los bares que cierran la puerta del aseo de señoras, porque todavía no me encontré un bar en el que cierren también la del aseo de señores. Este pensamiento me fastidió tanto que decidí elaborar una estrategia con la que salir de allí sin tomar nada. Subí la escalera sin saber cómo salir o qué tomar. Cuando le entregué la llave al listillo del camarero, insistió en saber qué tomaría. Pueees… Miré hacia el ventanal, pasaba una chica con varias bolsas de diferentes tiendas. ¡Jolín, pero si es María! ¡Perdona!, le dije al camarero. Corrí hacia la puerta gritando María. ¡María, espera!