Un joven papá camina con su hijito, éste va detrás cargando con un paquete de galletas, han hecho la compra. Ahora nos vamos a casita a cocinar, dice el papá. ¡Yupi!, dice el pequeño, como si le hubiera dicho que irían a una fiesta. La foto tiene un tono envejecido, gris cercano al sepia, es un grupo de chicas disfrazadas. Leo el cartelito, son alumnas de un colegio de monjas, han participado en una representación teatral. Ocurre en torno al 1900, al otro lado del océano Atlántico. Demasiado serias, pienso, y comprendo que todos los retratados de esa exposición se ven demasiado serios. Creía que lo de SONRÍA era una norma de los fotógrafos de todas las épocas. Me acerco un poco más a la foto y voy registrando rostro a rostro la expresión. Algunas de las muchachas se ven firmemente serias, otras, en cambio, enmascaran cierta mueca pícara asomando a sus ojos detrás del gesto rígido en los labios. Hay fotos de varias reinas, el carnaval tampoco dibuja sonrisas, sí el relajamiento de las posturas, más atrevidas. Los aviones trazaron un mapa extravagante en el cielo. La recta trayectoria blanca esparcida por el soplo, pone penachos sobre algunas nubes. Hablan en italiano. Están sentados en el banco de al lado. Una pareja de unos sesenta años. Él examina un callejero, ella resopla el calor bajo la sombra del árbol, sosteniendo un pequeño bolso y un sombrero entre sus manos. En otro banco una joven pareja come. Han dispuesto entre ambos, sobre la piedra del banco, una botella grande de zumo de naranja y dos paquetes, sus mochilas reposan en el suelo. Están cansados y hambrientos, apenas se dirigen la palabra. En la fuente flotan dos latas de refrescos y bajo uno de los bancos hay una botella de whisky Ballantines. En la habitación 414 suena el teléfono. La mujer argentina no lo oye, está en la ducha gritando: ¡Andá a la concha de tu madre, boludo de mierda! Al hall del hotel ha entrado una mujer perfectamente vestida y peinada. El corte de pelo es impecable. Nada en su aspecto desentona, quizá la manera tensa en que porta su bolso. El inglés está en el salón de su casa, conversando en su idioma con sus dos hijos tan parecidos. La esposa atiende una llamada telefónica en el supletorio de la cocina. Reposa el auricular sobre la mesada y se acerca al salón. La llamada es para el inglés, que se ha puesto un chándal y unas deportivas. El ex detective, sale del salón y contesta la llamada en el dormitorio. Su esposa italiana le ha dicho un nombre español. En el autobús huele a tarta de cumpleaños: vainilla y una pizca de canela. La memoria olfativa viaja rápido. Casi no hay tráfico a esa hora. Es necesario soplar con energía, deben apagarse todas las velas a la primera y antes de que la cera ponga puntos sobre la leyenda de la tarta: Feliz cumpleaños, en chocolate. El posible detective inglés vuelve al salón con su chándal demasiado grande y sus deportivas. Toma asiento pensativo. Sus hijos le hablan al mismo tiempo, dicen cosas distintas, el padre no escucha, está concentrado en algo y mira la pantalla de la tele apagada, como si el reflejo de la ventana le interesara. Se ha nublado pero no lloverá. Eso me entristece. La hierba de los parques está más seca de lo apetecible, caminar descalza sobre ella duele. Una brizna tierna se ha enredado en la cabellera de otro tiempo más lluvioso. Tal vez otoño. Aunque la danza de la lluvia no especifica estación alguna. Puede ser en la parada siguiente o quizá tendría que haber bajado en la anterior. Una mentira de agua recorre las aceras vacías de una noche fría. Quien diga lo contrario miente y todo lo que diga podrá ser usado en su favor. A favor de la corriente. Sopla fuerte y rápido, no me gusta la tarta encerada. Todas. Las has apagado todas. Bieeeeeeeeeen.