lunes, 1 de agosto de 2011

MÁS ARRIBA


Tendría que decir algo más, pero corro desesperadamente detrás de una nube. Pasa cerca, la estilizada silueta brilla en el cielo despejado de la tarde y el rumor de los motores se acerca a la reja de la ventana. Retorno al viaje. Debo reconocer, porque recuerdo, que aquel año de escasos sueños, éstos fueron mejores y fueron mejores los cielos. Algunas veces la esperanza danzaba en cuatro baldosas. Cierto que requería más espacio que el chotis, sin embargo, para la esperanza, me atrevería a decir que cuatro baldosas son pocas. Todavía se leían los diarios, bastante más que los titulares, y tomé por costumbre empaquetar mis discursos con sus hojas. Aquel otoño pasó deprisa, algo atolondrado, como con un jet lag crónico. La música se hacía sitio en todos los recovecos, no había instante, disco ni emisora que no pusiera sus notas junto a la bayeta, la cacerola en el fuego o entre las páginas de los libros. Estaba más arriba y veía lo que no se veía antes, menos el pulso y las huellas de los fantasmas. Supongo que eso es lo normal, a los fantasmas no suele verlos nadie y si los ves, corres el riesgo de caer encima de algún diván o, peor aún, en un frenopático. La noche siempre tuvo fantasmas adjudicatarios de sombras. Todavía recuerdo alguno de la infancia, que en la mañana resultó ser el reflejo del tronco de un árbol. La primera tormenta del invierno dejó granizos del tamaño de las castañas. El ruido sobre los cristales llegó a ser amenazante. Al día siguiente las aceras estaban sembradas de hojas verdes. El frío inventó pasatiempos. Fue así como comenzaron a mezclarse fotos. La rueda de una bicicleta rodaba sobre la colina de un sombrero, quién se atrevería a decirle la verdad. Escribí y borré las verdaderas características de un túnel, en el que al final se veía una luz. Las velas se encendían sin prisa junto al incienso, disimulando el humo y la ceniza. Se traducían las canciones y aparecían poemas tristes. Hizo tanto frío sobre los almohadones esperando la primavera. El final de la primavera sería una feria que cruza hacia el estío, y el verano es playa, puerto, muelle… Da igual si no has nacido en la costa, el verano es eso: un horizonte marino. Más arriba las formas sinuosas y el sendero de los aviones. Figuras dispuestas al abrazo, siempre las alas abiertas sobre la ciudad. En el interior, día o noche, tantas vidas. Un hombre de unos cincuenta años va sentado junto a una mujer. Es inglés, viste chaqueta de cuadros tipo príncipe de gales (no podría ser otro estilo de cuadros), pantalón gris marengo, luce bigote y ha doblado cuidadosamente su gabardina sobre su regazo. La mujer lo mira de soslayo. Piensa que parece un detective de cualquiera de las novelas inglesas que no ha leído, nunca sería Sherlock ni Poirot. Tal vez investiga una traición amorosa, cerca de la oficina donde trabaja hay varios despachos de detectives privados que se dedican a perseguir a hombres y mujeres sospechosos de mantener relaciones extramatrimoniales. ¿Un extra añadido al matrimonio? La mujer es argentina. Larga melena rubia, vaqueros ajustados, blusa azul marino. Aparenta unos treinta años, el pasaporte dice que tiene treinta y cinco. El vuelo Madrid-Roma salió del aeropuerto con media hora de retraso. El último avión que vi, pasó esta tarde mientras se vaciaba el fregadero, iba a aterrizar, casi podría haberlo tocado, si hubiese subido a la terraza en ese momento. Subí después con un café y un cigarrillo. Sobre la ventana del baño, Penélope, ese nombre le puse, una araña no demasiado grande, preparaba el material de su próximo tejido, al parecer el riego automático había destejido el anterior. Un día, pasado el tiempo, deshice aquellos paquetitos de discurso, hilachas de otro… Entretenimiento.