jueves, 24 de noviembre de 2011

S - 3


y el fallo se repetía hasta el final. Tres páginas y una en blanco, cinco páginas y una en blanco… Una para mamá, otra para papá y otra para la abuela. Una para mamá, otra para papá y otra para el abuelo. Muchos parientes se quedaban sin la cucharada de papilla. El niño lleva el biberón entre sus manos y los ojos entornados, los jóvenes papás van conversando, el carrito lo empuja él. He venido varias veces hasta esta plaza. Ese ángulo en el que conversan diferentes arquitecturas me atrae. El campanario de la iglesia, la cúpula coronada por la estatua y esa fachada blanca. Aquella tarde paseando por las rocas, ella perdió su anillo. Lo buscaron incansables hasta que el sol se dejó caer, oscureciendo el azul del mar. Ni rastro, a pesar de que ninguna de las pozas era profunda y en todas se apreciaba perfectamente el contenido, como pequeños mundos marinos aislados, esperando fusionarse con el océano cuando su fuerza llegara hasta ellos. Las grietas entre rocas no presentaban recovecos complicados y se habían agachado lo suficiente como para ver cualquier reflejo. Nadie había pasado por allí mientras tanto. Pero el anillo desapareció. Era de oro y tenía un pequeño brillante blanco. El sonido de la avioneta no las distrajo, fue en ese momento cuando ella dijo que había sido regalo del chico con quien había estado. La avioneta se fue alejando y en el rostro interrogativo de la amiga adivinó la pregunta que no le hacía. No, no había sido un anillo de compromiso, eso era anticuado. La avioneta rodeo la bahía y desapareció detrás de las edificaciones, probablemente estaría acercándose al puerto. El inglés no puede dormir. Se levanta con cuidado de no despertar a su esposa y sale del dormitorio en pijama. El pijama también le queda un poco grande, tal vez son compras que hace su esposa y le percibe más voluminoso de lo que es. Ella es bastante más baja que él. Entra en la cocina, abre la nevera y saca una lata de refresco. El chasquido de la lata al abrirse se oye en toda la vivienda. No sabe de qué le suena el nombre que apuntó en su libreta. Bebe un largo trago y repite el apellido: de la Mata. Tal vez no tiene ninguna importancia, es posible que sólo le suene de alguna firma conocida que coincida con ese apellido. De pronto, sin saber exactamente por qué, recuerda a su compañera de asiento en el avión. Ni siguiera se saludaron. Cuando él se sentó ella ya ocupaba el asiento junto a la ventanilla y en ningún momento necesitó salir al pasillo. La avioneta insistió en su recorrido sobre la playa. Ella comentó que el anillo siempre le había quedado un poco grande. Le había regalado otro con una piedra, una aguamarina de color verde mar, también un poco holgado, la piedra siempre se iba al interior de la mano, como si su humildad la indujera a permanecer escondida. La amiga le preguntó si pensaba que el peso de una esmeralda no daría la vuelta en su dedo. Supongo que sí, contestó, aunque no lo sé, nunca tuve un anillo con una esmeralda. Ayer subí a la terraza y vi varios tejidos, no vi a ninguna Penélope, quizá son made in China.



domingo, 20 de noviembre de 2011

S - 2


Sucesión de secuencias como anuncios de televisión: cortarme el pelo (me siento en la hierba, aparece un jardinero con sus tijeras de podar y recorta mi cabellera, luego deposita unas cuantas hojas secas, le pregunto si es Eduardo Manostijeras y dice que sí), las fotos de la niñez en el parque (era obligatorio guiñarle un ojo al sol y torcer el gesto, por eso en todas las fotos tengo el ceño fruncido, tendrían que haberme fotografiado en un día nublado), el miedo a las avispas (el mundo es un avispero), la serpiente que trepaba por la pared aquella tarde a la hora de la siesta (los gritos, ¡una víbora, una víbora!, de las señoras de la familia, pusieron mis expectativas en tan alto lugar que aquella pequeña sierpe me pareció una amenaza insignificante), la antigua cortadora de césped (y el rastrillo peinando el reluciente rasurado, un poco de agua y a buscar bichitos interesantes), teñirme el pelo (y acabar olvidando cuál era el verdadero color, cuando ya no haya color)… La elegante y precavida dama que invadió la habitación 414, saca de su elegante bolso una minúscula linterna, no enciende ninguna luz. La mujer argentina le ha indicado al taxista, en un básico italiano, el nombre de un restaurante-bar del centro de Roma. El inglés piensa en la llamada que hará al día siguiente por la mañana, mientras toma una porción de tiramisú que da envidia. Los chicos tan parecidos no paran de discutir entre ellos. La esposa italiana, les dice que ya está bien, que dejen de discutir y recojan la mesa. Querida, darling, dice el inglés, dónde has comprado el tiramisú, está delicioso. Caro, lo hice yo, dice ella, al tiempo que hurga en el bolsillo de su bata y encuentra el ticket de la compra. Tiramisú… euros. Total, 25 euros. A veces hablas de sueños con la gente y algunos dicen que vuelan con frecuencia en los suyos. No parece tan fácil. Creía que no era un sueño tan normal. Soñar que aterrizas no es tan interesante, en realidad lo apasionante es despegar, despegarse del suelo. Esa soportable levedad del ser. Recuerdo, ahora, mientras veo a una paloma picoteando un resto seco, de algo que parece comida después de haber sido rumiada:  La insoportable levedad del ser es de obligatoria relectura, me regalaron el libro, comencé a leerlo con entusiasmo y, alrededor de la página cincuenta, aparecían páginas en blanco. Revisé minuciosamente todo el libro y el fallo se repetía hasta el final. Lo leí igualmente, pero sigo notando la carencia de aquellas páginas. Un viaje fallido. Algo así como despegar, volar hasta el destino deseado y tener que regresar sin pisar la pista de aterrizaje por mal tiempo. No, en realidad, es como si llegaras, subieras a la habitación del hotel y cuando te has cambiado, te dispones a hacer tu primera salida, suena el teléfono y alguien te comunica que debes regresar de inmediato por alguna nefasta razón. Sería distinto si el viaje fuese hacia el camposanto y en mitad del camino se descubriera que el fallecido no lo está y por tanto el entierro no tendrá lugar. Pero estas tonterías a esa paloma que picotea concienzudamente la comida regurgitada, no le importan en absoluto. Sólo a mí se me ocurre pensar en páginas en blanco sentada en este banco de la plaza. Miraré hacia el cielo. No ha pasado ningún avión.

lunes, 14 de noviembre de 2011

SUBIDA


Cierro los ojos y respiro profundamente. En este rincón han regado hace poco, huele a tierra mojada y a hierba recién cortada. Querría pensar en otra cosa, sin embargo la imagen que surge es la del cementerio. Aquel día olía a tierra mojada y a hierba recién cortada. Una niñita negra corre en puntillas sobre la hierba, alrededor de un arbusto mucho más alto que ella. Tiene unos dos años, va vestida con una camiseta de tirantes de color rosa oscuro y unos pantaloncitos cortos rojos. Ríe. Se enreda en las ramas del arbusto y ríe, inicia de nuevo la carrera y desaparece detrás del arbusto. No veo a quien está con ella. Pasa un helicóptero de color blanco, es como si retumbara la tierra, la magia de la vegetación se rompe. Por alguna razón, bastante lógica, esos aparatos me llevan a pensar en insectos que pican. Sucesión de secuencias como anuncios de televisión: cortarme el pelo, las fotos de la niñez en el parque, el miedo a las avispas, la serpiente que trepaba por la pared aquella tarde a la hora de la siesta, la antigua cortadora de césped, teñirme el pelo… ¿Los has sentido? Sí, pero no siempre es así, supongo que este piloto tiene un estilo de descenso propio. Siempre es así, tonta, tú es que vuelas poco. En avión sí. Me paso el día pensando en volar, tendrían que haberme crecido alas, pero en avión he viajado poco. A mí me encantan los pilotos que consiguen un saltito minúsculo al tomar tierra. ¿Un saltito? El tren de aterrizaje -por cierto, curioso nombre-, las ruedas, toca la pista, rebota y luego se desliza hasta que el avión se para. Eso me parece peligroso, un pájaro de este tamaño no debería dar saltitos como si fuera un jilguero. La elegante dama espera hasta que se cierran las puertas del ascensor llevándose a la mujer argentina y acelera sus pasos hasta detenerse ante la habitación 414. Mira hacia ambos lados del pasillo, saca de su bolso una tarjeta, la introduce en la ranura y entra en la habitación. Precavida, se acerca a la ventana, aparta unos centímetros la cortina y, al cabo de unos minutos, ve salir del hotel a la mujer argentina. Espera en la acera, minutos después llega un taxi, que ha debido pedir en recepción, sube y se va. La dama suelta la cortina y permanece en la oscuridad, sin moverse, unos minutos más, como si tuviese que pensar el siguiente paso. O quizás espera a que sus ojos se acostumbren a la penumbra. Olvidé por completo a Penélope durante unos días, no sé cuántos. La recordé nuevamente la última vez que subí a tomar café a la terraza. Ni rastro de ella, desconectar el riego automático no sirvió para que se asentara y tejiera. Habrá decidido tejer en otra terraza. Pasaban dos aviones en línea recta y perpendicular a mi posición, iban en sentido contrario. La distancia entre ambos parecía pequeña. Desde el aire, las carreteras que unen las urbanizaciones parecen hilos engarzando medallones... Noche elástica de un tiempo aterido, vierte su líquido dorado, exhala y toca el hielo agazapado. El suelo despierta.


domingo, 23 de octubre de 2011

MANTENERSE EN EL AIRE


El Imperio Romano fue tan importante como para merecerse el dicho. ¿Quién no lo dijo alguna vez? Todos los caminos llevan a Roma. No es cierto, claro. Siga la flecha, centro urbano, parking a mil metros, gire a la izquierda… Una flecha sin leyenda, ¿significa siempre una sorpresa agradable? De esto, entre otros debería rendir cuentas Cupido. Pero aunque te detengas los aviones siguen pasando. No saliste, no buscaste la flecha ni la sorpresa: esa calle de siempre vista con una emoción distinta o simplemente con emoción.

Aparte, si el inciso (la incisión en el tiempo, cuando los relojes están heridos) fue excesivo, habría que mantenerse en el aire, no subir ni bajar, permanecer en suspensión como el humo. Una tarea difícil, sigo sintiendo asombro ante esa capacidad de las aeronaves y envidia de las aves.

Cómo salvarse del naufragio que significa tener las alas rotas, las habitaciones cerradas, las llaves perdidas, los sueños oscuros…

Alguien cierra el puño. No golpea. No lo abre, como el latido. Y los días se vuelven pacientes afiebrados detrás de las trincheras. Sólo había que permitir el paso, la mirada, la voz…

A la ventana que no se asoma nadie, le cuesta el cortinaje para evitar un sol de mediodía. Hasta los pájaros han escondido sus nidos. Aún así las plazas se disfrazan de alegría protegiendo la inocencia de los niños. Lo que flota dentro de la fuente pasa desapercibido.

En este escenario, donde ya ni siquiera se riegan las macetas, Penélope desapareció con sus tejidos inútiles. En aquella habitación como caída del cielo, la imagen quedó congelada en medio del tórrido verano, a pesar de que allí comenzaba un otoño.

La razón de la sinrazón es una guerra camuflada. Yo ya me puse un espejo a la espalda y otro enfrente con el fin de comprobar que no tengo una manivela detrás. Por un momento se me ocurrió pensar en que podría haberme convertido en un juguete al que se le han agotado las pilas. Y dejé de pasear. Me senté a pensar. Después barrí y no sirvió de nada.

Los aviones siguen pasando y no voy en ninguno. Subir no, mantenerse en el aire.

O sea, no caer en picado.



martes, 23 de agosto de 2011

SUBIR MÁS





Empieza la aventura. El avión se ha situado en la pista lentamente y de pronto los motores rugen con más fuerza. Mamá, dice un niño en los asientos de atrás, esto me empuja. Una carrera aumentando la velocidad, sensación de perder pie, el avión está elevándose. Todo flota, el paisaje también se vuelve etéreo. Mientras unos sienten pavor en el aire, otros disfrutan del alivio que supone tomar distancia del suelo, subir. Estoy cansada, me siento en un banco del jardín bajo los árboles, el palacio está arriba, desde aquí no se ve. Me descalzo y saco los sándwiches que compré. Está nublado y el calor pesa más, algo denso se ha posado sobre mis hombros. En el jardín pasean visitantes. Pasa un chico joven y mira mis pies descalzos. Una mujer con una mochila colgada a la espalda, camina despacio, observa todo, incluso eso que está tapado con plástico, y parece estar en reparación, bajo un rudimentario techado. A pesar del cansancio, pasear por la ciudad me devuelve a la vida. Recorro cuatro paredes en silencio, tal vez este pesado calor y el cielo encapotado, claustro y claustrofóbico. Aquella habitación amarga. Aquel olor a medicina. Aquel tiempo detenido. Antonio de la Mata, escribe el inglés en una pequeña libreta que luego guarda en su maletín. La esposa italiana anuncia que la cena está lista. ¿Era importante?, pregunta a su marido. Trabajo, sólo trabajo, contesta el esposo. La mujer argentina sale de la habitación 414, con su melena rubia mojada, como si la persiguieran, no ve a la elegante dama que camina sigilosamente por el pasillo. En la terraza del bar, sentados en una mesa detrás de la mía, un hombre y una mujer conversan. No les veo, no me fijé en ellos al llegar. Sólo les oigo. Un tono enérgico, el de él. Un tono vacilante, como agotado, el de ella. Tengo tantas cosas que hacer. Eso no importa, date tiempo. Por eso no te llamé la semana pasada. La casa es una trampa, si entras ya no puedes salir. Me doy la vuelta y les miro con disimulo. Él, pese a su voz joven, ronda los sesenta. Ella, pese a su tono avejentado, no tiene más de treinta. Acabo mi tónica sin hielo y sin limón, justo en el momento en que se acercan dos niños pequeños, uno llorando. Mamá, Pedro me tiró el helado. Si cierras los ojos cuando el avión va a tomar tierra, sentirás en el estómago los escalones, me decía Camilo en un viaje que hicimos juntos. ¿Escalones? Sí, como si diera saltitos hacia abajo. Cierra los ojos.



sábado, 13 de agosto de 2011

SUBIR UN POCO MÁS


Un joven papá camina con su hijito, éste va detrás cargando con un paquete de galletas, han hecho la compra. Ahora nos vamos a casita a cocinar, dice el papá. ¡Yupi!, dice el pequeño, como si le hubiera dicho que irían a una fiesta. La foto tiene un tono envejecido, gris cercano al sepia, es un grupo de chicas disfrazadas. Leo el cartelito, son alumnas de un colegio de monjas, han participado en una representación teatral. Ocurre en torno al 1900, al otro lado del océano Atlántico. Demasiado serias, pienso, y comprendo que todos los retratados de esa exposición se ven demasiado serios. Creía que lo de SONRÍA era una norma de los fotógrafos de todas las épocas. Me acerco un poco más a la foto y voy registrando rostro a rostro la expresión. Algunas de las muchachas se ven firmemente serias, otras, en cambio, enmascaran cierta mueca pícara asomando a sus ojos detrás del gesto rígido en los labios. Hay fotos de varias reinas, el carnaval tampoco dibuja sonrisas, sí el relajamiento de las posturas, más atrevidas. Los aviones trazaron un mapa extravagante en el cielo. La recta trayectoria blanca esparcida por el soplo, pone penachos sobre algunas nubes. Hablan en italiano. Están sentados en el banco de al lado. Una pareja de unos sesenta años. Él examina un callejero, ella resopla el calor bajo la sombra del árbol, sosteniendo un pequeño bolso y un sombrero entre sus manos. En otro banco una joven pareja come. Han dispuesto entre ambos, sobre la piedra del banco, una botella grande de zumo de naranja y dos paquetes, sus mochilas reposan en el suelo. Están cansados y hambrientos, apenas se dirigen la palabra. En la fuente flotan dos latas de refrescos y bajo uno de los bancos hay una botella de whisky Ballantines. En la habitación 414 suena el teléfono. La mujer argentina no lo oye, está en la ducha gritando: ¡Andá a la concha de tu madre, boludo de mierda! Al hall del hotel ha entrado una mujer perfectamente vestida y peinada. El corte de pelo es impecable. Nada en su aspecto desentona, quizá la manera tensa en que porta su bolso. El inglés está en el salón de su casa, conversando en su idioma con sus dos hijos tan parecidos. La esposa atiende una llamada telefónica en el supletorio de la cocina. Reposa el auricular sobre la mesada y se acerca al salón. La llamada es para el inglés, que se ha puesto un chándal y unas deportivas. El ex detective, sale del salón y contesta la llamada en el dormitorio. Su esposa italiana le ha dicho un nombre español. En el autobús huele a tarta de cumpleaños: vainilla y una pizca de canela. La memoria olfativa viaja rápido. Casi no hay tráfico a esa hora. Es necesario soplar con energía, deben apagarse todas las velas a la primera y antes de que la cera ponga puntos sobre la leyenda de la tarta: Feliz cumpleaños, en chocolate. El posible detective inglés vuelve al salón con su chándal demasiado grande y sus deportivas. Toma asiento pensativo. Sus hijos le hablan al mismo tiempo, dicen cosas distintas, el padre no escucha, está concentrado en algo y mira la pantalla de la tele apagada, como si el reflejo de la ventana le interesara. Se ha nublado pero no lloverá. Eso me entristece. La hierba de los parques está más seca de lo apetecible, caminar descalza sobre ella duele. Una brizna tierna se ha enredado en la cabellera de otro tiempo más lluvioso. Tal vez otoño. Aunque la danza de la lluvia no especifica estación alguna. Puede ser en la parada siguiente o quizá tendría que haber bajado en la anterior. Una mentira de agua recorre las aceras vacías de una noche fría. Quien diga lo contrario miente y todo lo que diga podrá ser usado en su favor. A favor de la corriente. Sopla fuerte y rápido, no me gusta la tarta encerada. Todas. Las has apagado todas. Bieeeeeeeeeen.


domingo, 7 de agosto de 2011

UN POCO MÁS ARRIBA


Baja un peldaño, sube dos, baja otra vez, sube tres. El niño mira, la niña mide su destreza, su equilibrio, en la escalera. Cada vez que baja o sube, se sienta y calcula el siguiente movimiento, repasando el que ya ha hecho. Cuando pasa suficiente tiempo sentada en uno de los peldaños de la escalera de la plaza, el niño se sienta a su lado. El niño saca su chupete de la boca y se lo ofrece, la niña lo toma en su mano y vuelve a ponérselo en la boca. El niño ríe. La niña baja un peldaño y mira al niño. El niño sube uno más, se sienta y palmea sobre el escalón indicándole a la niña que tome asiento a su lado. Nadie atendió al rumbo de los aviones y si no los ves pasar es como si los vuelos se hubiesen cancelado. Un pajarillo da saltitos con una miga de pan en el pico, lo sigue una paloma bastante gorda. El pajarillo la esquiva, parece un regate deportivo, la paloma, parsimoniosa, lo persigue insistente. El pajarillo acelera sus saltos, la miga cae al suelo y, en un ágil movimiento, la paloma le roba la miga. Siento que es una situación injusta, el impulso de correr hacia la paloma y espantarla. Por supuesto reprimo el impulso, aunque no puedo evitar la rabia. Pensando en los viajes, busqué en el trastero la única maleta que tengo. La humedad la ha estropeado. Tiene moho en el interior y un viejo billete de metro. El billete de metro corresponde al regreso de un viaje del que no logré memoria. ¿Cuándo fue la última vez que usé la maleta? En los viajes cortos, de unos días, llevo un pequeño bolso. Camino las viejas calles como si no las hubiese visto nunca. Algunos rincones conservan la perspectiva de un lugar más reducido, un aire estético de pueblo castellano. La habitación del hotel es la de siempre, tres números y un significado, tiene que ser ésa, es la que reserva cada vez que va a Roma. Lo piensa en el ascensor, descalza, con los zapatos anudados al bolso. Camina por el largo pasillo sobre la moqueta azul. Nunca contó las puertas, son muchas. No se cruza con ningún otro huésped, ni en el ascensor ni en el pasillo. Mete la tarjeta en la ranura y abre. Deja el bolso sobre una butaca y mira las flores sobre la mesa baja junto a la ventana. Siempre hay un ramo de flores en esa habitación, y una tarjeta. Huele las flores y extrae la tarjeta del sobre. Se deja caer sobre la otra butaca, sosteniendo la tarjeta y el sobre. Pasan unos minutos en los que el cuidado y discreto maquillaje de la mujer se desmorona. Se levanta, coge el ramo de flores y lo inserta boca abajo en la papelera. El billete de metro era del año 2006, no se veía la fecha completa, la humedad, supongo, la borró. Lo recordaré, no hice tantos viajes en ese año. La juguetería, en donde me detengo cada vez que paso y donde cada vez descubro algo nuevo que llama mi atención entre las miniaturas de su escaparate, está a sólo unos metros del café en el que tomaba un exquisito capuchino con Camilo. El capuchino que tomaba yo y el americano que tomaba Camilo, los preparaba Sebas. Pero Sebas consiguió un contrato mejor en otro lugar y se marchó. Lo sustituyó otro chico, muy profesional, muy serio, muy limpio, muy joven. Pocos días después de ese asentamiento profesional, Camilo y yo nos dimos cuenta entre frase y frase, que nuestros cafés tenían un sabor extraño, como si estuviesen servidos en tazas de aluminio, dijo Camilo. Y dejamos de ir. Antes de pararme a ver el escaparate de la juguetería y de caminar sin rumbo por las calles antiguas de la ciudad, entré en un bar. No quería tomar nada, vi que había bastante gente y supuse que podría pasar al servicio sin llamar la atención. Error. El camarero se asomó, colgando medio cuerpo fuera de la barra cuando estaba en el segundo peldaño de las escaleras que bajaban a los aseos. Señorita, si va al servicio tiene que llevar la llave. Ah, vale. Subí -subir un poco más-, me dio la llave y me preguntó que iba a tomar. ¡Ja, te pillé!, seguro que pensó. Pues sí, me pillaste, listo, pensé. No sabía qué tomar, miré los letreros que anunciaban las especialidades: caracoles. En mi vida comí caracoles. ¿Te importa que te lo diga cuando vuelva del servicio? Bajé, me iba preguntando a mí misma, cómo me las ingeniaba para caer siempre, con disimulo, en los bares que cierran la puerta del aseo de señoras, porque todavía no me encontré un bar en el que cierren también la del aseo de señores. Este pensamiento me fastidió tanto que decidí elaborar una estrategia con la que salir de allí sin tomar nada. Subí la escalera sin saber cómo salir o qué tomar. Cuando le entregué la llave al listillo del camarero, insistió en saber qué tomaría. Pueees… Miré hacia el ventanal, pasaba una chica con varias bolsas de diferentes tiendas. ¡Jolín, pero si es María! ¡Perdona!, le dije al camarero. Corrí hacia la puerta gritando María. ¡María, espera!